Frantz
FRANTZ
Es 1919, en Quedlinburg, un pueblo de Sajonia, poco después de terminada la primera guerra mundial. Anna lleva flores al cementerio, a la tumba de Frantz su prometido, quien murió en la guerra, a los 24 años de edad. Los papás de Frantz le han pedido a Anna vivir con ellos y compartir juntos el dolor de la pérdida. Un joven aparece también a llevar flores a Frantz. Luego se presenta en la casa para contar que es un amigo francés de Frantz.
Las heridas de la guerra y de la enemistad entre alemanes y franceses enmarcan este encuentro. “Esta mañana descubrimos un mar de cadáveres. ¿Franceses, alemanes?, ¿cómo saberlo? En la escuela, los niños franceses aprenden el alemán y los alemanes aprenden el francés. Y cuando crecen, se matan", dice una carta de Frantz a sus padres. Sin embargo, los recuerdos que Adrien hace de los días en París con Frantz, antes de ir al combate, traen una novedosa alegría en casa de los Hoffmeister. Recuerdos en vivos colores –dentro de una película en blanco y negro-, con notas de violín, una pintura de Manet, y la canción de otoño de Paul Verlaine: “Los largos sollozos de los violines del otoño hieren mi corazón.
Me acuerdo de pasados días, y lloro, y me voy…”. ¿Son ciertos todos esos recuerdos? ¿Cómo fue verdaderamente el encuentro entre Frantz y Adrien?
Para llegar a este punto, el director, Francois Ozon, ha ido cosiendo durante una hora un encaje muy delicado y hermoso; una costura para sanar tristezas, recuerdos, divisiones, recriminaciones, que ha dejado la guerra. Pero luego vendrá la confesión de Adrien a Anna de lo que verdaderamente sucedió. El encaje se desgarra. Solamente una mano tan prodigiosa como la de Ozon puede lograr la creación tan original y llena de sentimientos que trae la segunda parte de la historia. Todos los elementos narrativos de antes serán entonces una pieza llena de significados: las cartas, el poema, el lago, la esperanza y el amor, los recuerdos y las despedidas, la culpa y el perdón. Con todos ellos, Anna toma la decisión de ir a París para encontrar a Adrien. Lo que sigue, el espectador lo irá descubriendo poco a poco.
Francois Ozon (París, 1967) es un gran narrador, con un fino tratamiento del misterioso juego de identidades en sus personajes protagónicos, como En la casa (2012), Joven y bonita (2013), Una nueva amiga (2014), El amante doble (2017), Gracias a Dios (2018). Para Frantz (de 2016), el director hace su versión de un clásico del gran Ernst Lubitsch: Broken Lullaby (Arrepentimiento) de 1932. Como en este original, el cineasta francés nos hace transitar en el difícil camino de la reconciliación, el perdón, la paz, entre personas y pueblos que se ven como enemigos (entonces pero también hoy entre nosotros). Y está además el laberinto de sentimientos y de sensaciones que no encuentran su lugar, que animan y deprimen por igual, que se soportan con dolor y soledad, que llevan a aparentar, especialmente en los protagonistas, Anna y Adrien. La debutante Paula Beer y el notable joven actor Pierre Niney, hacen suyos ese laberinto atormentado, con tal autenticidad y contención que evitan caer en el fácil sentimentalismo.
Ozon nos ofrece una elegante y fina narración, tejida muy despacio, para que los espectadores podamos gustar internamente. También nosotros vamos siendo invadidos por la tristeza, las pérdidas, el dolor, los remordimientos, las mentiras, los deseos de amar… ¿Cómo superar el dolor? ¿Cuándo decir o callar la verdad? ¿Cómo asumir la culpa? ¿Cómo dar y recibir perdón?
En su última carta antes de morir en la guerra, Frantz escribe a su novia Anna: “Prométeme que conservarás las ganas de vivir y de ser feliz”. Una promesa que siempre parece cuesta arriba. Pero el viaje a Francia, la música, las cartas, el campo, y el cuadro de Manet en el Louvre, acabarán de unir los hilos de este hermoso encaje. Y también nosotros retomaremos nuestro deseo de vivir.
Luis García Orso, S.J.
México, abril 24 de 2020